martes, 10 de junio de 2014

Entre el plurilingüismo y el silencio


Entre los muchos obstáculos que hay que sortear cuando uno emigra, hay uno que a veces se convierte en un verdadero cataclismo, una catástrofe: la renuncia a la lengua materna. Es un problema irresoluble: la lengua madre es inútil en el nuevo lugar de residencia, pero la segunda lengua, no nos sirve, no nos alcanza para todo. 

Silenciar a la lengua madre se convierte en una herida que nunca deja de manar, en la prueba más evidente de que los exiliados (ya sea voluntarios, accidentales o forzados) vamos caminando por nuestro nuevo mundo totalmente escindidos.

Yo ahora hablo un noruego fluido que es el puente de comunicación entre mi vikingo y yo. Antes hablábamos en inglés. Sin embargo, me pregunto ¿nos enamoramos en inglés? No lo creo, aunque nos comunicábamos en inglés, no puedo ni siquiera recordar o articular nuestra historia en lengua inglesa.

Conforme más pasa el tiempo y más lo pienso, estoy cada vez más segura de que no nos enamoramos en inglés. De que el amor tiene su propio lenguaje. El amor tiene otro código, habla otra lengua: la de los actos, la de las miradas, la de los silencios, la de los tactos. Ahora sé que no era el amor mismo, sino sólo los comentarios, las notas, los pies de página de ese amor los que expresábamos en inglés.

No me lo puedo explicar de otra manera. Estoy cada vez más segura de que en todos y cada uno de nosotros el lenguaje del amor está dormido y que sólo somos capaces de articularlo cuando alguien despierta en nosotros su particular código con su extenso glosario.

¿Por qué estoy tan segura? Porque entre mi vikingo y yo las diferencias lingüísticas no fueron obstáculo alguno para establecer y fortalecer una relación que va por el quinto año, el tercero de vida en común. Nosotros no hemos tenido problema alguno para expresar nuestros discursos amorosos.


Logo conmemorativo del Día Internacional de la Lengua Materna
Noruega, 2014

En cambio, el enojo, la frustración, algunos de los matices de la tristeza, especialmente algunas nostalgias, no puedo expresarlas sino en español, en español mexicano para ser más exacta.

Muchas veces he empezado el relato, en inglés o noruego, de situaciones que me han enojado. He intentando contarle a mi vikingo no sólo el acontecimiento en sí, sino el cómo me hace sentir. Cuando hago estos intentos  es cuando no encuentro palabras.  Mis emociones se vuelven inefables,  no hay traducción para un “cabrón”, “me lleva la chingada” o “me vale madre”.

“Con la chingada hemos topado, amigo Sancho” y no puedo traducirla ni explicarla, porque los “faen” y “helvete” del noruego, pronunciados por mí mueven un poco a risa, de la misma manera que cuando un gringo dice “pendejo”.  Por más que se domine una lengua extranjera, la emoción no fluye cómodamente sino en la lengua madre.

Para el enojo, no hay besos, ni caricias, ni  miradas que faciliten la comunicación. Podrían decirme que un golpe, una señal obscena podrían tener ese efecto, pero no, no es así. Si yo golpeo al otro, el otro no comprende mi sentir, se concentra en el suyo propio, reacciona ante su propio malestar, no ante el mío.

Ni qué decir cuando extraño algo o a alguien. A veces no sólo faltan las palabras sino también los conceptos, en la mente de un noruego no existen los tejocotes ni los capulines, para ellos son palabras aún vacías. He llorado, lo confieso, ante la impotencia de expresar una emoción que sólo conozco en mi lengua madre.


21 de marzo de 2014

“Día internacional de la Lengua Materna”

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