Entre los muchos obstáculos que
hay que sortear cuando uno emigra, hay uno que a veces se convierte en un verdadero
cataclismo, una catástrofe: la renuncia a la lengua materna. Es un problema
irresoluble: la lengua madre es inútil en el nuevo lugar de residencia, pero la
segunda lengua, no nos sirve, no nos alcanza para todo.
Silenciar a la lengua madre se
convierte en una herida que nunca deja de manar, en la prueba más evidente de que los
exiliados (ya sea voluntarios, accidentales o forzados) vamos caminando por
nuestro nuevo mundo totalmente escindidos.
Yo ahora hablo un noruego fluido que es el puente de
comunicación entre mi vikingo y yo. Antes hablábamos en inglés. Sin embargo, me
pregunto ¿nos enamoramos en inglés? No lo creo, aunque nos comunicábamos en
inglés, no puedo ni siquiera recordar o articular nuestra historia en lengua
inglesa.
Conforme más pasa el tiempo y más lo pienso, estoy cada vez más segura de que no
nos enamoramos en inglés. De que el amor tiene su propio lenguaje. El amor tiene
otro código, habla otra lengua: la de los actos, la de las miradas, la de los
silencios, la de los tactos. Ahora sé que no era el amor mismo, sino sólo los
comentarios, las notas, los pies de página de ese amor los que expresábamos en
inglés.
No me lo puedo explicar de otra manera. Estoy cada vez más
segura de que en todos y cada uno de nosotros el lenguaje del amor está dormido
y que sólo somos capaces de articularlo cuando alguien despierta en nosotros su
particular código con su extenso glosario.
¿Por qué estoy tan segura? Porque entre mi vikingo y yo las
diferencias lingüísticas no fueron obstáculo alguno para establecer y
fortalecer una relación que va por el quinto año, el tercero de vida en común. Nosotros
no hemos tenido problema alguno para expresar nuestros discursos amorosos.
Logo conmemorativo del Día Internacional de la Lengua Materna Noruega, 2014 |
En cambio, el enojo, la frustración, algunos de los matices
de la tristeza, especialmente algunas nostalgias, no puedo expresarlas sino en
español, en español mexicano para ser más exacta.
Muchas veces he empezado el relato, en inglés o noruego, de
situaciones que me han enojado. He intentando contarle a mi vikingo no sólo el
acontecimiento en sí, sino el cómo me hace sentir. Cuando hago estos
intentos es cuando no encuentro
palabras. Mis emociones se vuelven
inefables, no hay traducción para un “cabrón”,
“me lleva la chingada” o “me vale madre”.
“Con la chingada hemos topado, amigo Sancho” y no puedo
traducirla ni explicarla, porque los “faen” y “helvete” del noruego,
pronunciados por mí mueven un poco a risa, de la misma manera que cuando un
gringo dice “pendejo”. Por más que se domine una lengua extranjera, la emoción no fluye cómodamente sino en la lengua
madre.
Para el enojo, no hay besos, ni caricias, ni miradas que faciliten la comunicación. Podrían
decirme que un golpe, una señal obscena podrían tener ese efecto, pero no, no
es así. Si yo golpeo al otro, el otro no comprende mi sentir, se concentra en
el suyo propio, reacciona ante su propio malestar, no ante el mío.
Ni qué decir cuando extraño algo o a alguien. A veces no
sólo faltan las palabras sino también los conceptos, en la mente de un noruego
no existen los tejocotes ni los capulines, para ellos son palabras aún vacías.
He llorado, lo confieso, ante la impotencia de expresar una emoción que sólo
conozco en mi lengua madre.
21 de marzo de 2014
“Día internacional de la Lengua Materna”
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