jueves, 26 de junio de 2014

Defender lo indefendible




Nunca he sido una de esas aficionadas que viven la intensidad del fútbol, pero no soy de ninguna manera de esas mujeres que se sienten casi agredidas porque sus parejas o los integrantes masculinos de su familia se sientan a ver el fútbol. Simplemente, he aprendido que ver un partido de fútbol o cualquier otro deporte es sólo una forma más de convivir, de compartir, de estar con nuestros queridos. 

Ahora que estoy lejos de México, sentí de igual manera la necesidad de seguir a la selección, de formar parte. Ahora no puedo sentarme a ver los partidos con mi papá y mi hermano, ni puedo estar presente en las grandes parrilladas familiares como las que organizábamos para ver las finales de los campeonatos o algún partido importante de la selección transmitido en fin de semana. Sin embargo, sigue siendo un lazo de unión y de convivencia, porque es un tema de conversación que parte de un referente común.

Naturalmente, como no soy una gran conocedora de este deporte, se me escapan detalles del juego. Pero hay algo de lo que siempre he estado pendiente y que además me encanta apreciar, la pasión con la que los verdaderos aficionados viven y disfrutan los partidos. Además, me gusta observar cómo se reflejan las diferentes sociedades actuales a través de los diferentes elementos que componen esta justa deportiva: directivos, políticos, equipos y afición.

He disfrutado mucho ver por primera vez, creo yo, una selección bien cohesionada, que pese a haber llegado de milagro, ha sabido recomponerse y plantarse más que dignamente frente a todos sus rivales. Me dio por supuesto, particular gusto que le ganaran a los croatas, pues se les fue la lengua y tuvieron que tragarse sus palabras. Por ello también me ha disgustado que Miguel Herrera empezara de hablador sobre el resultado del partido contra Holanda, quizá el único equipo que a demostrado con hechos su calidad de favorito.

Sin embargo, en este espacio de reconexión y emoción futbolera, hay en especial una tendencia que me parece terrible, la tendencia a no asumir los errores, a justificarlos, a disfrazarlos. Traté de mantenerme al margen pero al ver la foto de los niños holandeses deseándole suerte a México y de conocer además las razones por las cuales estos niños han tenido este gesto, llegué a mi límite y he tenido la necesidad de escribir al respecto. En efecto, me refiero  al famoso "¡Eeeeeeh puto!" 


Aclaro que, por supuesto, la FIFA no me parece una autoridad moral para sancionar a los aficionados, desde el momento en que  por extrañas artes Quatar, país que persigue a los homosexuales,  ganó el sorteo para llevar acabo el mundial 2022. Asunto que se agrava con las declaraciones de Blatter, las cuales sugieren que los homosexuales que pretendan asistir al mundial de 2022 se abstengan de tener relaciones sexuales durante ese periodo, es decir que regresen al clóset, que se nieguen, que eviten cualquier demostración de afecto. Esto muestra la doble moral de la institución.

Sin embargo, la prácticamente nula calidad moral de la FIFA no es excusa para justificar el uso de la infortunada expresión que por más que lo nieguen y la envuelvan en un falso papel de tradición y folclore es peyorativa, homofóbica y misógina, como bien apuntó la CONAPRED. Si como afirman sus defensores no es una palabra peyorativa que alude a los homosexuales ¿por qué la refuerzancon otra palabra homofóbica "maricón"?




Para mi sorpresa, la palabra no sólo es defendida, justificada, arropada como falsa característica cultural, ahora hay grupos que hasta se pelean su origen: que si surgió en los partidos de fútbol americano hace más de treinta años, que si fue en 2006 en un concurso de estudiantinas o hace unos años en el estadio Jalisco. ¿Qué les pasa?, lo reconozcan o no es una palabra terriblemente ofensiva.

No importan todos esos supuestos nuevos significados que los extranjeros no tienen obligación de conocer. No nos engañemos. El fútbol americano, el fútbol soccer, el hockey, el rugby todos son deportes donde a los contrarios, a los novatos, a los derrotados y hasta a quienes practican un deporte diferente se les compara con mujeres o con homosexuales de forma peyorativa. ¿Recuerdan a los novatos de los equipos de americano maquillados, ataviados con pelucas y faldas sobre sus uniformes, pidiendo dinero en los semáforos? Otro ejemplo es este promocional de rugby:




Está mal, en todos los casos está mal, se perpetúa un estereotipo negativo de la mujer y a través de ese estereotipo se humilla al hombre "feminizándolo", declarando con ello que ser homosexual está mal. No es gratuito que al equipo derrotado se le compare con un ser sodomizado. 

No es un sello cultural ni folclórico, es un gesto denigrante. Y por supuesto que ni esa palabra ni sus defensores representan el México con el que me identifico, del que me siento profundamente orgullosa. Me duele en lo más hondo  que haya quien se sienta orgulloso de lo que debería dar vergüenza. No entiendo por qué la afición no es capaz de reconocer su error y usar el ingenio, lo que sí es un rasgo cultural digno de orgullo, para hacer un gesto de presión al contrario que no resulte tan humillante.

Hoy el tema del antideporte está en el ojo del huracán por la mordida del uruguayo Luis Suárez al italiano Cheillini. Dicho sea de paso, recibí un duro golpe en mi corazón de pollo al oír a mi político favorito, José Mujica decir: "Yo no vi ninguna mordida". En torno al tema he leído comentarios de muchos de mis compatriotas criticando duramente a los uruguayos por defender a Suárez. Están defendiendo lo indefendible. Lo triste es que al defender ese grito, nosotros también.

domingo, 15 de junio de 2014

La chiquitita de papá

No sé si haya padres perfectos, creo que no. El mío no lo fue. Pero le debo tanto, tanto. La mayoría de las personas alguna vez han estado enojados o resentidos con su padre, con su madre o con alguna persona de su familia (a quienes no lo hayan estado, los felicito de corazón, en verdad ¡qué maravilla de vida tuvieron!), yo sí, yo sí estuve enojada y resentida con ambos, con mi padre y con mi madre, a veces alternativamente, a veces simultáneamente.

Gracias a los años, a la terapia y a un profundo trabajo espiritual, no sólo maduré como persona, sino que me desarrollé emocional y espiritualmente. Entendí que tanto mi padre como mi madre habían hecho lo mejor que habían podido con los recursos que tenían. Comprendí que cada uno de sus actos, aunque yo lo hubiera interpretado como un ataque en mi contra, fue sin duda, a su entender un gesto de amor, su manera de quererme y preocuparse por mí.

A mi padre le debo mi sentido de la responsabilidad: "En esta casa sólo muerto se deja de ir al trabajo o a la escuela", razón por la cual fui algunas ocasiones a la escuela con fiebre y amigdalitis, una vez la fiebre era tan alta que la directora no me dejó volver a casa en el autobús, hizo que mi padre me recogiera en persona y lo amenazó con expulsarme, si volvía a presentarme a clase enferma.

De mi padre aprendí a buscar soluciones a los problemas, en vez de quejarme de ellos. Mi amor a la lectura, nació justamente de la solución que le dio a mis miedos nocturnos: "Si no puedes dormir, ponte a leer, pero ya deja de venir a despertarnos, nosotros nos tenemos que levantar temprano". Por supuesto, acompañó su mandato con una buena cantidad de libros. Y he de confesar que tampoco dejé de refugiarme en la habitación de mis padres al primer intento.

Heredé de mi padre la fuerza de carácter y la perseverancia, por eso él tuvo que soportar y aprender a manejar mi rebeldía que empezó desde mi más tierna infancia, cuando abandonaba las clases de danza regional, para irme a la biblioteca infantil o al taller de artes plásticas y artesanías.

Y, aunque usted no lo crea, también a mi padre le debo mis primeros contactos con la cultura escandinava. Era yo muy pequeña, tendría unos tres años, cuando mi papá me empezó a cantar "Chiquitita", así que además de los discos de Cri-Cri, Las ardillitas, y el soundtrack  de Heidi, la caricatura, mi colección infantil incluía el disco de ABBA con sus versiones en español.

Mi padre era de los que veía cualquier evento deportivo. Por supuesto, no sólo veíamos deportes, también los practicábamos. A lo largo de mi vida, practiqué la natación, el baseball, el Taekwondo, la gimnasia rítmica y el frontenis.

El punto es que en mi casa se seguían los eventos deportivos. Mientras no se contrató televisión por cable, mi papá veía todos, pero todos los eventos deportivos que transmitía la televisión abierta. Por supuesto, ya con la televisión por cable fue aún peor, mi papá veía hasta el boliche y el billar. A decir verdad, yo no disfrutaba mucho de esa tradición paterna, hasta que me enamoré platónicamente de Björn Borg. Así es, señoras y señores, mi primer amor vikingo fue un sueco, por favor guárdenme el secreto, porque eso no creo que le vaya a gustar a Min Kjære (mi amor en noruego). 

Me hice experta en tenis y ese fue un lindo lazo de unión con mi padre. Por supuesto que no le contaba que sentía mariposas en el estómago cuando veía al tenista sueco, pero veíamos los partidos juntos y discutíamos las cuestiones técnicas y pronosticábamos quién ganaría el partido. Cuando Björn Borg se retiró, yo le entregué mi corazón infantil a Boris Becker.

A través de las pequeñas afinidades y de mucho amor, mi padre y yo establecimos un fuerte vínculo. Mi padre impulsó siempre mi amor por el saber. Y aunque en principio no aprobó mi decisión de dedicarme a la literatura, cuando entendió mis razones, me apoyó y proveyó de lo necesario para que lograra mis metas.

Muchas veces mi relación con mi padre se tornó ríspida, ambos tenemos un carácter fuerte. Él fue criado en la cultura patriarcal y yo me empapé cuanto pude de feminismo, soy feminista. Los choques, como se imaginarán, fueron inevitables y sin dudas los dos nos herimos involuntariamente. Una de mis mayores fortunas ha sido sin duda vaciar mi corazón de resentimientos. Sané en mi interior mi relación con mi padre, bajé la guardia y como respuesta encontré nuevamente al padre amoroso que me cantaba "Chiquitita".

Y por eso hoy que es día del padre, quiero darte las gracias por apoyarme y guiar mis pasos, por fomentar en mí la independencia. También quiero que sepas que extraño y que "otra vez quiero compartir (mi) alegría" contigo papacito.

15 de junio de 2014

Imagen:

Carle, Eric. (2012, 28 de febrero). Papá, por favor, consígueme la luna - Caricias en cuentos. Recuperado el 15 de junio de 2014, de  http://cariciasencuentos.blogspot.no/2012/02/papa-por-favor-consigueme-la-luna-eric.html









Mi vida social en los fiordos

Cuando llegué a Noruega, hace poco más de tres años, estaba demasiado ocupada asombrándome con los detalles de este territorio desconocido para mí y con los pormenores de la vida en pareja que también desconocía Por eso no tuve tiempo para preocuparme de lo aislada, prácticamente incomunicada que realmente estaba.

Nuestro viaje de México a Noruega fue por demás accidentado, imagínense, llegamos a casa un día después de lo planeado. Cuando llegamos a Oslo, 9 horas después de lo previsto, era marzo y por supuesto, todo estaba nevado. Por primera vez toqué y sentí la nieve, aunque no era la primera vez que la veía, nunca había tocado la nieve ni jugado con ella.

Recuerdo una vez en mi infancia, mi padre nos llevó a algún lugar de Puebla, había nevado. Mi padre nos había anunciado: "Los voy a llevar a ver la nieve" y sí, fue literalmente a verla porque cuando intentamos bajar del auto, mi papá no nos lo permitió, temeroso de que nos enfermáramos. Sé que mi papá en verdad trataba de protegernos, sobre todo a mí, pues constantemente me enfermaba de amigdalitis. Sin embargo, fue una gran frustración ver a todos los niños jugando y haciendo muñecos de nieve, mientras mi hermano y yo estábamos sentados en el auto, como chinitos "nomás milando" a través de los empañados cristales.

Esa sensación de soledad y exclusión que experimente aquél día de mi niñez, me recuerda mucho a la que constantemente experimentaba aquí en mis primeros tiempos. Los primeros meses, ese aislamiento fue casi imperceptible, porque toda mi familia política estaba emocionadísima con mi presencia y yo a mí vez estaba ansiosa por conocer las costumbres de este hermoso país. Teníamos mucho de qué hablar y las diferencias lingüísticas muchas veces lo hacían hasta divertido, era como vivir jugando a "Caras y gestos".

Empecé a asistir al curso de noruego. La escuela para adultos estaba dividida en tres grupos. El primer grupo era exclusivamente de refugiados provenientes de Eritrea. El segundo era un grupo de inmigrantes europeos, rusos, búlgaros y alemanes quienes sólo iban un par de horas dos veces por semana. En el tercer grupo estábamos las esposas y familiares de ciudadanos noruegos.

Dado que soy una persona muy sociable, vi en el curso de noruego la oportunidad de hacer amistades. Me llevé una gran desilusión, pues me di cuenta de que se hacían pequeños grupos nacionales, de que los inmigrantes se autosegregan: las filipinas con las filipinas, las tailandesas con las tailandesas, los refugiados con los refugiados, y la mexicana "como chinita, nomás milando". Yo invitaba a mis compañeras a tomar café, pero hasta el sol de hoy ninguna ha venido a visitarme. Fuera de los eventos escolares, no fue posible establecer un verdadero vínculo con nadie.

Un día fue especialmente triste. Invité a una mujer de Filipinas, específicamente a ella, porque vive a sólo 5 calles de aquí. Me había hecho a la idea de que las demás no me visitaban porque dependían de los autobuses, que aquí no son precisamente frecuentes. Mi vikingo me llevó a comprar pastelitos y galletas, compré una gran variedad de tés, el café no falta en mi despensa. ¿Tomará crema?, compré crema, ¿usará azúcar o endulzante artificial?, compré varios tipos de azúcar y endulzantes. Puse la mesa para el café, pero mi invitada jamás llegó. Por el chismoso del FB me enteré de que se había ido a visitar a una de sus paisanas, también compañera del noruego, quien vive a 15 km de aquí.


No lo puedo negar, lloré como una Magdalena, me sentí profundamente herida, marginada y rechazada. Mi vikingo me abrazó, me dijo que no tenía por qué llorar, que él podía ser también mi amiga. Y sí, durante un tiempo, él fue también mi amiga: cocinamos juntos; horneamos bollos y pizzas; vio conmigo una telenovela mexicana que había empezado a ver con mi mamá, aunque el pobre no entendía nada. Eso sí, su papel de "mi amiga" tuvo límites, él no me dejó ponerle una mascarilla y yo nunca le pedí que me ayudara a depilarme las cejas.


No había cumplido dos meses en el curso de noruego cuando llegó el verano. Fue entonces cuando empecé a sentirme verdaderamente sola, sin ninguna actividad fuera de casa, sin amistades, con mi noruego apenas balbuceante, mis mañanas estaban condenadas a la soledad. Afortunadamente, disfruto mucho de mí misma y de actividades solipsistas, pero duele saber que no se tiene opción.

Mi vikingo seguía desempeñando un doble papel el de pareja y el de amiga. Los días soleados me permitieron a mí retribuirle esa solidaridad, siendo también su "Kompis", nos íbamos de pesca. Y como los días soleados, los ciclos adversos también terminan.

La noche de las culturas nos lanzó a la fama
Llegó el otoño y con él, el nuevo ciclo escolar. Entonces yo recibí un gran regalo: una compañera latina, Sandrita de Nicaragua. Cultivamos una linda amistad que perdura hasta hoy. Sandrita es para mí como una hermana menor. Ese otoño, mi hermanita nica y yo tuvimos momentos memorables, como cuando pusimos a bailar merengue a todos los asistentes a la "Noche de las culturas". Sin embargo, ella se mudó y ya no podemos vernos con la frecuencia que desearíamos.

La mudanza de Sandra me dejó incluso más sola que antes, porque dejó  un vacío, había alguien concreto a quien extrañar. Yo sé que tengo a mi vikingo y a mi familia política que es muy linda y me hace sentir querida (aunque tampoco es todo miel sobre hojuelas, ¡eh!), pero es difícil vivir sin la comprensión de alguien con señas de identidad comunes, con la misma lengua materna, con una historia similar a la nuestra. Todos necesitamos a alguien que comparta las mismas nostalgias.

Así fueron pasando las hojas del calendario. Seguí con el curso de noruego. Empecé mis prácticas lingüísticas. Sandra y yo nos reunimos pocas veces durante ese año, pero hablábamos frecuentemente por teléfono. Llegó diciembre y ese 2012 recibí otro maravilloso regalo, un milagro de navidad. Mi suegra y mi vikingo me recibieron en el desayuno navideño con el periódico en la mano, una noticia que iluminaría mi día y mi vida: una mexicana, su esposo belga y su perro español se mudaron a vivir a unos cuantos kilómetros de casa de mis suegros.

Mi vikingo buscó el número telefónico de ella, de Lorena, en la guía y ese mismo día hablamos por primera vez. Evidentemente, en un principio no sabíamos si congeniaríamos, así que fuimos haciendo todo paso a paso. Nos reunimos por primera vez en un restaurante del que no salimos sino hasta la hora de cerrar. Más de seis horas de charla sobre nuestras vidas, sobre nuestros recuerdos, sobre México. Ahora también ellos son como de mi familia.

Hoy por primera vez recibí a Lore y a su marido en mi casa, no porque no hayamos querido hacerlo antes, sino porque para ellos era difícil dejar solo a su enorme y hermoso perro, Kulkan (efectivamente es un cool can). Disfrutamos de horas maravillosas de conversación, bromas y buena comida. He de decir, modestia aparte, me quedaron riquísimos los taquitos de camarón con salsa de tamarindo, los chiles rellenos y los brownies al guajillo. Lore por su parte halagó nuestro paladar con una deliciosa sangría con frutas frescas de temporada.

Hace unos meses, encontré en FB un grupo de "Mexicanos en Noruega" y gracias a ello descubrí que había otros mexicanos en Nord-Trøndelag. M un joven mexicano que vive en Levanger y L una guapa tapatía también casada con un vikingo, quienes viven en Steinkjer. Ya me encontré con ellos, pero no todos tenemos las mismas necesidades sociales y creo que M no está muy interesado en cultivar una amistad. Por otro lado, con L la cosa pinta mucho mejor, ya tuvimos un segundo encuentro y espero que la amistad florezca.

También he encontrado compatriotas con quienes parece que hay afinidades en Trondheim y al sur del país, espero tener pronto la oportunidad de reunirme con ellas y seguir ampliando mi círculo en tierras vikingas.

En cuanto a mis vínculos con los locales, con un noruego más fluido y con un entorno laboral tan maravilloso como el que gozo, me siento, finalmente, engarzada a la comunidad de Kolvereid. Sus habitantes ya me habían hecho sentir bien recibida. Aun sin conocerme, la gente siempre me saludaba al pasar. Algunos vikingos, al acostumbrarse a mi presencia, empezaron a acercarse para "entrevistarme" en el súper o en el gimnasio. Todos en general muy amables, sin embargo, no había podido estrechar lazos más que con nuestros caseros.

Ahora es muy diferente, empezando porque la directora de la escuela incluyó en mi horario de trabajo las pausas "la integración social es importante, no estás obligada; sin embargo espero encontrarte en la sala de profesores durante los recesos", me dijo cuando fui a firmar mi contrato. Participo en los juegos mensuales de "Bonko". Asisto a las reuniones sociales con los colegas y a las "tardes de damas" que cada vez que es posible organiza el comité social de la secundaria.

Me siento feliz y bendecida por la presencia de Sandrita y Lore en mi vida, y también por la posibilidad de contar con una red más amplia de amistades tanto compatriotas como locales. Me gustaría también tener tratos con otros extranjeros, ya veremos si se dejan. Eso sí, aunque mi vida social ha tenido un crecimiento exponencial, mi vikingo sigue siendo mi mejor amig@.

31 de mayo de 2014








miércoles, 11 de junio de 2014

La honestidad noruega o el paraíso de los despistados

Soy una persona despistada, tan despistada que sería más fácil enumerar los días en que no he olvidado algo: traer o dejar alguno de los libros del trabajo, comprar una cosa en el súper, las llaves. Soy de las que esconde las cosas tan bien, pero tan bien, que parece que las escondo de mí misma.

Ojalá los despistes pararan ahí, pero no, también he dejado olvidadas mis pertenencias, como carteras, celulares, abrigos, y documentos de identificación; las he dejado en muy diversos lugares, tanto en ambientes cerrados y relativamente protegidos, como en lugares públicos. Estos incidentes me han dejado, como a todos los distraídos, a merced de las conciencias de los otros.

La honestidad o deshonestidad de los otros va modelando nuestro nivel de confianza en el género humano. Y he de decir con tristeza que, hasta que llegué a Noruega, la balanza se inclinaba hacia la desconfianza. Salvo en muy contadas y memorables ocasiones mis objetos regresaron a mí.

Ayer sumé otro despiste a mi haber. A mi regreso de la escuela donde trabajo, hice un alto en el centro comercial y dejé mi mochila en la entrada, así se usa aquí. No hay paquetería en el centro comercial ni en ninguna tienda de autoservicio. Tampoco cuentan con guardias de seguridad.


Como dice el dicho, a donde fueres haz lo que vieres, así que ahí se quedó mi mochila. He de confesar que me costó mucho trabajo adoptar esta costumbre, me hice la desentendida casi un año, ¿cómo iba a dejar mis pertenencias ahí a la deriva y sin vigilancia alguna?

Recuerdo que las primeras veces que me atreví a ir sola al centro comercial, empecé a hacerlo de regreso a casa luego del curso de noruego, llevando la mochila a cuestas. No creía sentirme con fuerzas para volver a mi tibia casa, dejar la mochila, y armarme de valor para salir de nuevo al frío. Por ello cuando era necesario o quería despejarme un poco, hacía un alto camino a casa con la mochila al hombro.

Entraba a los establecimientos sin soltar nunca la mochila y con frecuencia algún dependiente me perseguía para explicarme que no podía entrar con ella.  Yo ponía mi mejor cara de "What?" y si era posible me escabullía. Para generar confianza, a la salida abría mi mochila y mostraba que no traía nada más que mis pertenencias.

En ese entonces sólo estaba segura de una cosa: esos vikingos estaban locos si creían que yo iba a dejar en el desamparo mis cositas. Los dependientes se dieron por vencidos o empezaron a confiar en mí, como en cualquier otro de los habitantes. Quizá sin saberlo, dejé de ser una forastera, me volví familiar, al menos para los empleados de las tiendas. Por mi parte, fui aceptando que mis pertenencias no corrían ningún peligro.

Pues bien, les decía que ayer dejé mi mochila a la entrada de un súper, pero no la traje conmigo al salir de la tienda.  No me di cuenta de su ausencia sino hasta hoy, cuando la busqué para irme a la secundaria y no estaba en su lugar. La busqué por todos lados, salvo en el refrí y en el horno, porque en el primero no cabe y el segundo lo había usado.

Por mi mente pasó un rápido flashback: ¡La dejé en el súper! Me puse la chamarra y los zapatos, salí de casa. No sin cierto temor de no encontrar la famosa mochila, hice una parada en el súper, de camino a la escuela.  Y sí, ahí estaba, intacta, había cambiado ligeramente de sitio y el piso sobre el que reposaba estaba más limpio, pero no le faltaba absolutamente nada.



Este no es el único caso de honestidad noruega que he tenido la oportunidad de experimentar. Me han devuelto dos celulares, encontré mi mochila de deportes en el gimnasio con todo y el billete de 500 kr que yacía en él, tras un fin de semana que pasé fuera. Me llamaron para entregarme mi pasaporte que dejé en una tienda, de otra ciudad más grande. Y hace no mucho, me persiguieron dos calles para entregarme mi monedero.

Hay otro tipo de ejemplos de la honestidad escandinava. Aquí, en la ciudad más pequeña de Noruega, la puerta se deja siempre sin seguro (yo no, soy chilanga, ¿qué esperaban?). Dejar la puerta sin cerrojo es un mensaje tácito de que las visitas son bienvenidas, las personas entran y anuncian su llegada, así sin más. Echar la llave es sinónimo de que no estás o de que quieres privacidad. Aquí entre nos, yo siempre quiero privacidad y esta costumbre no me gusta, pero de eso hablaremos en otra ocasión.

Sin embargo, también se podría dejar la puerta sin asegurar en una ausencia corta; si, por ejemplo, se necesita salir, pero se está en espera de un paquete, simplemente uno se va sin echar la llave. El cartero dejará, discretamente, el paquete en el vestíbulo, tal y como si hubiera alguien en casa. Claro estoy hablando de un alguien diferente a esta defeña desconfiada y en extremo celosa de su privacidad. Yo recojo mis paquetes en la oficina postal. 

El plomero o el electricista está por llegar, pero usted se está picando los ojos y quiere salir a tomar un cafecito, no se preocupe, no tiene que esperarlo. No tiene que cuidar la casa mientras el técnico trabaja. Llame al técnico, explíquele que saldrá y dejará la llave en la puerta. Váyase sin temor, el técnico hará su trabajo, le llamará al terminar, y le garantizo que no encontrará su casa redecorada al estilo sin: sin televisión, sin computadora, etc. Todo estará como usted lo dejó.  

Sé que la honestidad no es exclusiva de esta pequeña ciudad. Leí que una compatriota que vive en Oslo, otra despistada, se sentía súper agradecida, porque la localizaron para devolverle la carriola de su pequeñita, la cual había sido olvidada en un estacionamiento.

Sé que debo ser más cuidadosa. Mientras tanto, no puedo sino agradecer el altísimo lugar que tiene la honestidad en la escala de valores de los noruegos. 


5 de marzo de 2014

martes, 10 de junio de 2014

Entre el plurilingüismo y el silencio


Entre los muchos obstáculos que hay que sortear cuando uno emigra, hay uno que a veces se convierte en un verdadero cataclismo, una catástrofe: la renuncia a la lengua materna. Es un problema irresoluble: la lengua madre es inútil en el nuevo lugar de residencia, pero la segunda lengua, no nos sirve, no nos alcanza para todo. 

Silenciar a la lengua madre se convierte en una herida que nunca deja de manar, en la prueba más evidente de que los exiliados (ya sea voluntarios, accidentales o forzados) vamos caminando por nuestro nuevo mundo totalmente escindidos.

Yo ahora hablo un noruego fluido que es el puente de comunicación entre mi vikingo y yo. Antes hablábamos en inglés. Sin embargo, me pregunto ¿nos enamoramos en inglés? No lo creo, aunque nos comunicábamos en inglés, no puedo ni siquiera recordar o articular nuestra historia en lengua inglesa.

Conforme más pasa el tiempo y más lo pienso, estoy cada vez más segura de que no nos enamoramos en inglés. De que el amor tiene su propio lenguaje. El amor tiene otro código, habla otra lengua: la de los actos, la de las miradas, la de los silencios, la de los tactos. Ahora sé que no era el amor mismo, sino sólo los comentarios, las notas, los pies de página de ese amor los que expresábamos en inglés.

No me lo puedo explicar de otra manera. Estoy cada vez más segura de que en todos y cada uno de nosotros el lenguaje del amor está dormido y que sólo somos capaces de articularlo cuando alguien despierta en nosotros su particular código con su extenso glosario.

¿Por qué estoy tan segura? Porque entre mi vikingo y yo las diferencias lingüísticas no fueron obstáculo alguno para establecer y fortalecer una relación que va por el quinto año, el tercero de vida en común. Nosotros no hemos tenido problema alguno para expresar nuestros discursos amorosos.


Logo conmemorativo del Día Internacional de la Lengua Materna
Noruega, 2014

En cambio, el enojo, la frustración, algunos de los matices de la tristeza, especialmente algunas nostalgias, no puedo expresarlas sino en español, en español mexicano para ser más exacta.

Muchas veces he empezado el relato, en inglés o noruego, de situaciones que me han enojado. He intentando contarle a mi vikingo no sólo el acontecimiento en sí, sino el cómo me hace sentir. Cuando hago estos intentos  es cuando no encuentro palabras.  Mis emociones se vuelven inefables,  no hay traducción para un “cabrón”, “me lleva la chingada” o “me vale madre”.

“Con la chingada hemos topado, amigo Sancho” y no puedo traducirla ni explicarla, porque los “faen” y “helvete” del noruego, pronunciados por mí mueven un poco a risa, de la misma manera que cuando un gringo dice “pendejo”.  Por más que se domine una lengua extranjera, la emoción no fluye cómodamente sino en la lengua madre.

Para el enojo, no hay besos, ni caricias, ni  miradas que faciliten la comunicación. Podrían decirme que un golpe, una señal obscena podrían tener ese efecto, pero no, no es así. Si yo golpeo al otro, el otro no comprende mi sentir, se concentra en el suyo propio, reacciona ante su propio malestar, no ante el mío.

Ni qué decir cuando extraño algo o a alguien. A veces no sólo faltan las palabras sino también los conceptos, en la mente de un noruego no existen los tejocotes ni los capulines, para ellos son palabras aún vacías. He llorado, lo confieso, ante la impotencia de expresar una emoción que sólo conozco en mi lengua madre.


21 de marzo de 2014

“Día internacional de la Lengua Materna”